El bastón y la serpiente
Sobre medicina, industria y autoridad en las sociedades contemporáneas ALBERTO DOMÍNGUEZ
Let us go then, you and I, When the evening is spread out against the sky Like a patient etherised upon a table... T.S. ELIOT
I
Las estatuas y otras imágenes que conservamos de Asclepio, a quien se celebra en Occidente como fundador de la medicina, nos muestran a un barbado varón en la edad adulta y arropado por una sencilla túnica que avanza con el auxilio de un bastón. En torno a éste, aparece enroscada y amenazante una enorme serpiente, ese temible reptil de mirada inquietante y de letal veneno. En ocasiones, a Asclepio le acompañan dos de sus hijas: Higea, la salud, y Panacea, la curalotodo. Fruto de una enfermiza relación entre Apolo y la mortal Corónide, se cuenta que Hermes arrancó a Asclepio de las entrañas de su madre muerta. También se nos dice que fue abandonado de pequeño en el Monte Titión, famoso ahora por las virtudes medicinales de sus plantas. Allí sobrevivió amamantado por una perra y una cabra del pastor Arestanas. De Apolo y de Quirón aprendió luego el arte de las curaciones, haciéndose experto en cirugía y en el uso de drogas (Graves, p.193-198).
Pero no sólo era capaz de curar; también poseía dos frascos que le había entregado Atenea en los que guardaba la sangre extraída de los costados de Medusa, la gorgona. Con la sangre del frasco brotada del costado izquierdo podía resucitar a los muertos y con la que procedía del derecho era capaz de matar a alguien al instante. Investido de esta sobrehumana facultad de dar y quitar la vida, la fama de Asclepio se multiplicó con rapidez entre los temerosos mortales. Y a tantos resucitaba que pronto fue acusado de dejarse sobornar con oro a cambio de prestar semejantes servicios y fue matado por el rayo de Zeus. Más tarde, éste le concedió una nueva oportunidad devolviéndole la vida....
La reconocida incapacidad humana para hacer frente al horizonte de temor generado por la enfermedad y por la muerte ha erigido siempre y por doquier numerosas estatuas, púlpitos y altares. La incertidumbre engendrada por el desconocimiento, unida al natural instinto de conservación y a la conciencia de la propia vulnerabilidad ha poblado nuestra historia desde sus inicios de toda suerte de administradores y de beneficiarios de la angustia ajena. Sacerdotes, adivinos y hechiceros que danzaban cubiertos con caretas de animales, chamanes, curanderos, brujos y médicos brotaron al amparo de las enfermedades con objeto de proporcionar alivios y remedios (Porter, p.26) para un sufrimiento general cuyo umbral de tolerancia ha ido disminuyendo a la vez que aumentaban los beneficios y consuelos derivados de la actividad terapéutica. Una necesidad subjetiva de intervención médica en todos los procesos naturales de la vida se ha ido imponiendo a la par que la posibilidad, real o supuesta, de llevarla a cabo con éxito, de modo que, cuanto mayor ha sido el desarrollo científico y técnico en el ámbito de la salud, más se ha ido ampliando la esfera de la experiencia privada susceptible de ser intervenida y mayor ha sido la dependencia generada en la población con respecto al acto médico. Tan extraordinaria ha sido la consideración social alcanzada por quienes, como Asclepio, manejan los frascos de la vida y de la muerte, que nuestra civilización ha cultivado sin pudor el espejismo de una existencia completamente exenta de dolor e, incluso, en un plazo que nunca llega a precisarse, carente asimismo de caducidad. A cambio, generaciones enteras han rubricado un peculiar contrato social en virtud del cual, antes el hechicero y el sacerdote, y ahora el Estado moderno a través de la institución médica moralizan sus costumbres, diagnostican anomalías y prescriben o proscriben determinados estilos de vida, muchas veces en atención a motivos puramente políticos, ideológicos o económicos. “La lucha contra la muerte –escribía Iván Illich– que domina el estilo de vida de los ricos, se traduce por los organismos de desarrollo en una serie de reglas mediante las cuales se obliga a los pobres de la Tierra a portarse bien.” (Illich, p.70).
Es razonable afirmar que los sucesivos avances de la tecnología diagnóstica y la farmacopea han permitido, sobre todo en el último siglo, enfrentar mejor a la enfermedad y disminuir la incidencia del dolor, pero también es necesario reconocer que tales desarrollos no han estado exentos de importantes contrapartidas ni han terminado de plasmarse de forma clara en un mayor bienestar general. Hemos desterrado, sí, o más bien circunscrito a ciertas zonas del mundo, las viejas enfermedades de la pobreza, pero hemos originado otros nuevos padecimientos característicos de la longevidad, del desarrollo y de la opulencia como el cáncer, la hipertensión, la depresión, la obesidad o la diabetes, por citar sólo algunas con mayor prevalencia entre la población.
También hemos medicalizado y convertido en dolencias muchas circunstancias cotidianas de la vida que nunca merecieron esa calificación. Hoy nacemos, nos desarrollamos y morimos bajo la atenta mirada de la institución médica. Pero, sobre todo, hemos incrementado la dependencia y la alienación con respecto a nuestras autoridades, que ahora como nunca se nos aproximan sin levantar recelo desde que se han dado en llamar sanitarias. La progresiva organización institucional y burocrática de una medicina de Estado que caracteriza a las sociedades avanzadas y que hoy actúa al dictado de las grandes corporaciones farmacéuticas ha terminado ejerciendo una auténtica expropiación de la salud al servicio de intereses particulares. Una vez sojuzgadas las mentes, el Estado post-ilustrado y la industria capitalista parecen haber encontrado en la administración exclusiva de la salud pública la mejor coartada ética para extender su control totalitario también sobre los cuerpos y transformarlos así en otra propiedad estatal a la que se impone la medicina, la salud y, en definitiva, el consumo como un acto de autoridad. Preguntémonos de nuevo cómo la medicina, que era, es y debe ser valorada por muchos ciudadanos como una esperanzadora herramienta de redención frente al sufrimiento físico y psíquico (siempre dentro de los límites de lo que resulta razonable esperar), ha acabado convertida en otro poderoso y lucrativo instrumento de sujeción social, alumbrando en nuestros días una auténtica dialéctica de la curación a la que nadie consigue sustraerse sin ser acusado de irracionalismo o de irresponsable temeridad.
II
La historia de la medicina, como la de cualquier otra disciplina, es mucho más que una sucesión ininterrumpida de éxitos y de descubrimientos asombrosos. Esto es, como siempre, sólo la mitad de la verdad. Cualquier obra introductoria nos advierte de que, tanto las enfermedades como la medicina que las combate son productos sociales (Porter, p.25). Y es éste un vínculo y una subordinación que conviene aclarar si pretendemos llevar a cabo una valoración adecuada (es decir, sana) acerca de la institución médica y de su relación con nuestra experiencia. Michel Foucault nos enseñó a interpretar el saber médico como pieza fundamental de un amplio sistema histórico, sociológico, económico y político sobre el que ésta influye y por el que se halla, a su vez, influida. Señalaba el francés que la línea precisa entre lo normal y lo patológico había sido trazada por nuestra cultura en fecha bastante reciente, entre los siglos XVII y XIX, por lo que la medicina occidental había funcionado durante milenios prescindiendo de tales categorías, que ahora consideramos indispensables y plenamente objetivas (Foucault, p.7 y 13). La consideración como “enfermedad” de determinados estados físicos o anímicos ha dependido históricamente del desarrollo de la medicina en esa época, así como del grado de tolerancia hacia el malestar admisible para los miembros de la comunidad de que se trate. La medicina decimonónica trató de establecer claramente lo que en todo lugar y época debía ser considerado como patológico, pero dicha categorización fue realizada sin experimentar la descomunal presión ejercida por la industria farmacéutica de nuestros días, así como en ausencia de las enfermedades de nuevo cuño que hoy azotan el opulento modo de vida del hemisferio norte. Desde entonces, el espacio socio-cultural ocupado por la medicina y por lo enfermo no ha hecho sino agrandarse, a la vez y en idéntica medida en que lo han hecho las grandes corporaciones del medicamento.
La anteriormente citada reconversión social de la salud privada en asunto público ha sido, sin duda alguna, causa determinante de un notable incremento del bienestar en aquellas sociedades donde ha tenido lugar. Pero también ha causado el sometimiento de los cuerpos y de las costumbres al juicio clínico de la autoridad política y económica de turno, que ha solido utilizar a la institución y a la investigación médica para ampliar o reducir el ámbito de lo patológico en función de sus objetivos. Ello le ha garantizado tanto un incremento del control social sobre la ciudadanía como el sostenimiento legal (y éticamente refrendado por la mayoría) de la industria capitalista del fármaco con fondos públicos. La burocracia médica genera sin descanso entre la población nuevas necesidades que alimentan toda esa inadvertida maquinaria de lucro y dominación que casi nadie se atreve a discutir. Todas las prácticas y edades de la vida son diagnosticadas ahora como peligrosas, y todas exigen la evaluación y la convalidación del especialista que representa al Estado y a la industria. El feto, el recién nacido, el adolescente, el adulto y el anciano deben consultar con la autoridad la idoneidad y la inocuidad de sus hábitos, de sus alimentos, de sus aficiones e, incluso, de sus estados de ánimo. Pero esta intromisión de la medicina (o del poder político y económico que la instrumentaliza) en el ámbito de la privacidad muchas veces no responde a una demanda consciente o a un sufrimiento real del enfermo. Antes bien, el paciente acude con frecuencia a la consulta para satisfacer una necesidad de origen social, probablemente amedrentado por otro médico, por un familiar, por la lectura de una información inexacta o inespecífica en Internet o por un agresivo anuncio televisivo sobre las espantosas consecuencias del colesterol. Sin embargo, antes de colapsar las consultas para satisfacer las exigencias del anunciante, valdría la pena preguntarse por qué los valores de lípidos en sangre que pueden causar serios problemas cardiovasculares a un europeo (que no consuma el producto, claro) son notablemente inferiores a los que resultan peligrosos para la salud de un norteamericano. ¿Ha probado el lector a exponer idénticos síntomas ante dos médicos generalistas diferentes?¿Y a realizar dos o más analíticas en distintos laboratorios?¿Se ha preguntado alguna vez por qué muchas consultas desembocan siempre en un diagnóstico tendencioso en favor del consumo de ciertos medicamentos? ¿O por qué casi todo el mundo advierte razones objetivas para poner en duda la honestidad y el buen hacer de un panadero, un arquitecto o un maestro pero casi nadie se atreve a hacer lo mismo con respecto a una prescripción facultativa?
Y no precipite aquí su juicio el lector atento: al escéptico autor de estas líneas también le complace recibir consejos útiles por parte de un buen médico independiente, de la misma forma que, ante un problema de salud importante, jamás renunciaría a un tratamiento farmacológico eficaz. Por eso le preocupa que se le pudiera malinterpretar en este crucial aspecto: precisamente porque estimamos profundamente el valor de una ciencia médica sin servidumbres, libre de compromisos con el poder y con la industria, y concebida como un instrumento accesible a todos, para avanzar en el conocimiento de nuestra naturaleza, mitigar el sufrimiento y mejorar la calidad de vida, nos vemos obligados a alertar sobre este intolerable sometimiento. Lo que defendemos, pues, no es un retorno a la irracionalidad, sino la urgencia de una crítica terapéutica y profunda del modelo vigente en un ámbito que no está muy acostumbrado a recibirla. Y que el mejor antídoto para esas falsas necesidades generadas por la transformación artificial del sano en enfermo y del doliente temeroso en dócil consumidor consiste precisamente en una aproximación bien informada de las poblaciones al siempre misterioso y excluyente templo de la medicina. Únicamente abandonando esa forzada condición de paciente que se impone al ciudadano como consecuencia de su minoría de edad intelectual en relación con el acto médico, podrá éste reducir su dependencia con respecto a una autoridad paternalista y a las multinacionales del fármaco, convirtiéndose de paso en un agente que asuma el cuidado de los aspectos esenciales que atañen a su propia salud. No reclamamos, pues, una absurda e irresponsable objeción a la probada eficacia de algunos fármacos o de una práctica médica transparente, sino el cuestionamiento de un determinado modelo histórico de organización de la medicina, orientado casi por completo a la domesticación consumista de los ciudadanos y a la satisfacción indisimulada de los intereses del capital.
Y todo ello sin ocultar que, tal y como ocurría con la sangre manada del costado diestro de Medusa, una de las reconocidas capacidades de la medicina es, también, la de matar. Existen hoy numerosos datos y estudios, fuertemente reprimidos o contestados por los laboratorios y sus delegados políticos, que confirman el origen yatrogénico (del griego iatrós=médico) de muchas enfermedades (Illich, p.7, Foucault, p.47-48). El llamado “riesgo médico” no es sino la expresión de un nexo inevitable entre los beneficios y los perjuicios causados por la medicina. El personal médico de nuestros días tiene que atender tanto a quienes le demandan fármacos y terapias como a las víctimas que estos provocan. Resultaría, sin embargo, inadecuado cuestionar sin matices el progreso farmacológico de las últimas décadas en cuanto al tratamiento de los síntomas más frecuentes. Pero eliminar los síntomas por medio de la química no significa necesariamente mejorar la salud. La superación del catarro común, como la de otras muchas dolencias habituales, no exige convertirse en cliente (cuando no en voluntario para ensayos clínicos) de una multinacional farmacéutica. Y eso, según parece, no ocurre sólo con el inocuo catarro. Está perfectamente documentada la regresión paulatina y “espontánea” de ciertas enfermedades que en otro tiempo fueron letales y que no fue consecuencia, como se cree, de los avances de la medicina (Illich, p.6, Foucault, p.56). Las grandes epidemias del pasado, como la peste, la varicela o el sarampión fueron remitiendo sin apenas intervención médica (o más bien ante la impotencia médica) debido, precisamente, a su inmensa capacidad destructiva: cuando golpeaban a una población, lo hacían con tanta virulencia, matando o inmunizando a tantos, que los propios patógenos comprometían su supervivencia por falta de huésped (Porter, p.36). Así ha ocurrido después con la difteria, la tosferina o la poliomielitis, cuyos tratamientos aparecen a posteriori, e incluso con la tuberculosis, cuya tasa de mortalidad ya estaba en clara decadencia cuando Koch identificó el bacilo y mucho más cuando se generalizó la terapia farmacológica. Lo que ha ido derrotando –o más exactamente, exportando– a estas enfermedades no ha sido tanto una mayor medicalización de la ciudadanía, como la mejora de su nutrición, de sus condiciones de trabajo, de su vivienda, de la calidad de agua y de su nivel educativo. Ello nos advierte sobre una realidad acerca de la cual deberíamos detenernos a reflexionar: no parece, al menos en principio, que la deseable posibilidad de un acceso universal a la cultura y al bienestar social resulte demasiado compatible con el mantenimiento de los desmesurados beneficios de la industria farmacéutica.
III
El hecho de concebir la medicina como una actividad económica más y al enfermo como un consumidor ha convertido a las enfermedades en un fenómeno muy rentable para las grandes multinacionales farmacéuticas. Hoy son ellas quienes deciden al más alto nivel, dictando políticas sanitarias (y, en consecuencia, económicas), transformando al médico en un mero distribuidor de sus productos y expoliando las arcas públicas sin que todo ello termine por traducirse en un claro incremento del bienestar social. Una creciente desconfianza hacia la medicina de Estado y hacia la somatocracia (Foucault, p.45) que ésta propugna se ha instalado desde hace tiempo entre muchos médicos y en determinados ámbitos críticos de las sociedades avanzadas. El acceso a numerosos y preocupantes datos, bien documentados aunque ausentes de los medios, relativos a la relevancia real de ciertas patologías que ocasionan gastos muy considerables y, por supuesto, a la eficacia presunta de algunos medicamentos o terapias empleadas por los médicos, ha llevado a muchos preguntarse si no llegado ya el momento de plantear una impugnación completa de este modelo organizativo de la actividad médica. Hoy apenas existe un ámbito en el que esta somatocracia no exprese sus exigencias: las empresas no contratan a nadie sin un informe médico favorable, hay campañas de cribado de enfermedades que no obedecen a ninguna necesidad real, e incluso el fallo de un jurado está en ocasiones subordinado al veredicto previo de un profesional de la salud (Foucault, p.49).
Y es que la organización estatal de la medicina no responde siempre a motivos de salud, sino a criterios económicos y a otros intereses relacionados con la coerción social y la conservación del poder. La necesidad personal de estar sano y de conservarse así ha estimulado la ambición de otros, transformando la salud en una mercancía que cotiza en el mercado monetario. Esto explica esa necesidad constante de redefinir y ampliar cada vez más el ámbito de lo patológico, puesto que tanto el enfermo real como el potencial son excelentes consumidores de productos y servicios sanitarios. Los encargados de hacerlo son principalmente los laboratorios, pero también las universidades, las fundaciones o las asociaciones de médicos y pacientes, previamente gratificadas por aquellos, se encargan de crear nuevas necesidades para abrir mercados. Aparecen así presuntas epidemias de osteopenia que reclaman una intervención costosa y urgente, novedosos e incapacitantes problemas de erección y terribles síndromes “de las piernas inquietas” o “de la clase turística” (quizá mucho más numerosa y proclive que la business class a la hora de consumir esta mitología). Síntomas mínimos son equiparados a padecimientos graves para indicar la medicación. Mientras se exageran los riesgos, se infravaloran u ocultan los numerosos efectos secundarios de los medicamentos prescritos. Así, el Gobierno de España autorizó recientemente la comercialización y la distribución generalizada de unas vacunas contra el virus del papiloma humano para prevenir presuntamente el cáncer del cuello de útero, con cargo al Sistema Nacional de Salud, cuyo importe asciende a unos 125 millones de euros por año (El País, 9-10-2008). Dicha decisión recibió en su momento numerosas críticas, ante la falta de ensayos clínicos completos o de evidencias científicas concluyentes que avalaran su eficacia. Hoy ya se investiga si las graves reacciones adversas experimentadas por algunas de las jóvenes vacunadas son debidas, como parece, al fármaco o a alguna otra patología aún por definir...Y para qué recordar las ingentes reservas del infalible Tamiflú, acaparadas en pocos días por casi todos los gobiernos europeos (en España, unos 10 millones de dosis) ante la inminente llegada del temible virus de la gripe aviar. O cuando la innecesaria y generalizada práctica de extirpar las amígdalas amenazaba con convertirse en un sangriento ritual de iniciación para la población infantil...
Hace pocos días, un miembro del Instituto de Estudios de la Salud escribía en un diario madrileño (El País, 3-03-2009): “Cerca del 95% de los médicos americanos mantiene alguna relación con los laboratorios, siendo la más frecuente aceptar alimentos y bebidas (…). Más de un tercio declara recibir ayudas económicas para asistir a reuniones profesionales o actividades de formación, y una cuarta parte recibe honorarios como consultor, ponente o por enrolar a pacientes en ensayos clínicos (…). Tanto las sociedades profesionales como las asociaciones de pacientes reciben apoyo de la industria, en muchos casos, decisivo para su supervivencia (…). Los laboratorios patrocinan actividades formativas. No es tampoco rara la vinculación de algunos profesionales en proyectos de investigación financiados por la industria”.
Ante este inquietante panorama, ya no los pacientes, sino los propios médicos críticos reclaman transparencia y la responsabilidad del Estado para con estas prácticas de dudosa calificación ética. La justificada desconfianza de los usuarios hacia una medicina tan dudosa sólo necesita datos como éstos para empujarle a exigir la rectificación completa de un sistema público de salud basado en el consumo y bajo cuyo imperio sólo el carácter inevitable de la muerte, como observaba Foucault (p.64), se ha convertido en “la forma última de resistencia del consumidor”.
Concluyamos. Hemos defendido aquí la urgente necesidad de un diagnóstico actualizado que declare enferma a esta organización autoritaria y mercantil de la medicina occidental. Pero para plantear una impugnación siquiera parcial de este modelo serían necesarias ciertas medidas políticas y educativas para que los ciudadanos comenzaran a caminar sin bastones y a superar su miedo ancestral a las serpientes. Unas medidas que ninguna administración parece dispuesta a adoptar sin comprometer sus servidumbres con la industria y la extensión de sus propias cuotas de poder con respecto a esa ciudadanía.
En primer lugar, resultaría inaplazable expandir una nueva cultura médica entre la población que redujera, en una medida razonable, su dependencia excesiva de los fármacos y de las instituciones. Pero ésta no parece ser una tarea interesante ni adecuada para un poder político que, a su vez, depende por completo de otros poderes fácticos de decisión. Muchos problemas que lastran el funcionamiento de la sanidad pública se aliviarían si los médicos y los laboratorios no multiplicaran tendenciosamente las enfermedades y los enfermos, renunciando a ese interesado paternalismo y confiando al propio sujeto el cuidado de algunos aspectos fundamentales de su salud. Además, las administraciones deberían preocuparse menos por controlar y someter a ciudadanos indefensos y mucho más por hacer lo propio con las inmorales prácticas agropecuarias en el ámbito de la alimentación o por exigir transparencia financiera e investigadora a fundaciones, asociaciones profesionales y universidades que, literalmente, subastan al mejor postor el prestigio que ostentan entre los ciudadanos para avalar y orientar sus hábitos de consumo. También debería evitarse, al menos en el ámbito público, la categorización de las enfermedades con criterios de mercado, que lleva a comprometer enormes recursos para controlar el exceso de colesterol antes que a poner freno a la obscenidad de una malnutrición que apenas genera movimientos bancarios. Una organización de la medicina que no sirva a sus propios intereses, debe igualmente garantizar el acceso de toda la población, si así lo desea, a todos los servicios y terapias que puedan beneficiarle, así como ofrecer una obligada reparación a las antiguas sociedades coloniales que todavía hoy sufren el azote innecesario de enfermedades infecciosas por decisiones imputables a la industria. Medicina sin imposiciones, sin secretos o medias verdades, sin veladas coacciones ni discursos publicitarios y alarmistas.
Y, sobre todo, educación. En una sociedad que aspire a liberarse, la mayoría de sus miembros debe estar preparada para comprender las argumentaciones de los científicos y, en su caso, para contribuir a ellas en la medida de sus posibilidades. Ante la inquietante complejidad alcanzada en las últimas décadas por los mecanismos represivos de control social en Occidente, hoy ya no resulta suficiente con “tener conocimientos a nivel de usuario sobre el mundo” (Ganten et al., p.8), sino que es imprescindible encontrarse en condiciones de acceder a toda la información relevante para participar en cualquier debate que nos ataña, e impedir así la apropiación por parte del experto de la dignidad que nos permite decidir sobre aquello que nos conviene. En algunos de sus más conocidos escritos, Paul K. Feyerabend defendía ideas parecidas a éstas, y reclamaba una nueva Ilustración para la ciudadanía: “Los ciudadanos –escribe– no aceptan por más tiempo los juicios de sus expertos; no siguen dando por seguro que los problemas difíciles son mejor gestionados por especialistas; hacen lo que se supone que hace la gente madura: configuran sus propias mentes y actúan según las conclusiones que han logrado ellos mismos” (Feyerabend, 1987). Esto sería, sin duda, lo deseable: que los pacientes ya hubieran comenzado a impacientarse. De momento, nos conformamos con que su capacidad de acceder a la comprensión y a los beneficios del pensamiento científico y técnico no quede reservada a estos especialistas. La mera posibilidad de configurar la sociedad desde una perpectiva libertaria depende por completo de si somos muchos o pocos quienes poseemos la facultad de informarnos y de criticar, es decir, de intervenir y de colaborar en todas las decisiones y procesos, sin que existan parcelas vedadas y reservadas a una élite reducida de expertos que decide por los demás. Como, seguramente, en el futuro no podremos escapar a la necesidad de un bastón para el auxilio físico, rechacemos ahora, al menos, ese bastón intelectual sobre el que fácilmente se enroscan todas las serpientes del autoritarismo paternalista del Estado. Sapere aude! Atrévete a saber. Para no beber nunca más del frasco equivocado. Y para desafiar a la serpiente.
Referencias: FEYERABEND, P.K.: Adiós a la Razón. Madrid, 1987. La ciencia en una sociedad libre. 1982. FOUCAULT, M.: La vida de los hombres infames. Ensayos sobre dominación y desviación. Buenos Aires, 1996. GANTEN, DEICHMANN y SPAHL: Vida, Naturaleza y Ciencia. Madrid, 2004. GRAVES, R.: Los mitos griegos, Barcelona, 2005. ILLICH, I.: Medical Nemesis, The Expropiation of Heath. 1976. Trad. cast, Némesis Médica. México, 1978. PORTER, R.: Historia de la medicina. Madrid, 2003. SEGURA, A.: “Médicos e Industria: a cada cual lo suyo”. Diario El País, 3-03-2009.
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